Se ha despertado a las ocho, ha desayunado, se ha duchado, ha arreglado su habitación y se ha sentado a trabajar pasadas las nueve. Ona Peris tiene 12 años, vive en el centro de Valencia, está en segundo curso de la Educación Secundaria Obligatoria y hoy, jueves, le toca estudiar en casa. “Por un lado me parece un poco aburrido, porque no veo a mis amigas. Por otro, de momento es más fácil porque tienes menos trabajo y te puedes levantar un poco más tarde”, comenta frente al ordenador que sus padres compraron hace unos días por si les vuelven a confinar.
La adolescente está viviendo lo mismo que miles de alumnos en toda España: las medidas de seguridad para frenar la covid, y la falta de profesores y espacio en los centros educativos, han llevado a 12 comunidades a implantar un modelo de docencia semipresencial en secundaria, bachillerato y Formación Profesional. Las tareas que ayer le pusieron en clase y que tendrá que llevar mañana cuando vuelva al instituto son: una redacción contando cómo pasó el confinamiento y cómo le gustaría qué fuera el nuevo curso; un texto para resumir; ejercicios de matemáticas, y cuatro preguntas de la asignatura Valores Éticos a las que debe contestar, entre ellas: ¿Qué es una persona? y ¿alguien que está inconsciente o en coma es una persona? Ona calcula que hacerlo todo le costará unas dos horas.
“Me preocupa que tenga demasiado tiempo libre. Es verdad que es la primera semana, pero el trabajo que le han puesto hasta ahora lo hace muy rápido y tiene toda la tarde, porque acaba a las dos, y todo el día siguiente sin clases. Espero que conforme pase el tiempo le pongan más”, dice su madre, Mar Carlos, profesora de Diseño Industrial en la Universidad Jaume I de Castellón. Como las clases en el campus aún no han empezado, teletrabaja en la habitación de al lado y Ona puede consultarle dudas.
Docencia y conciliación
“Nos preocupa la docencia y también la parte logística. A partir de octubre los dos tendremos que salir a trabajar y la niña tendrá que gestionar el tiempo sola, aunque cuente con nuestro apoyo y busquemos la forma de que alguien la acompañe parte de los días. En nuestra generación, esa autonomía llegaba más tarde, cuando tenías 16 años o ibas a la universidad”, añade su padre, Manuel Peris, ingeniero agrónomo y responsable comercial de una empresa que produce y exporta cítricos ecológicos.
La jornada en casa se hace larga hasta que llegan sus dos hermanas, que todavía van al colegio. Ona wasapea, escucha música, ve vídeos en Youtube, lee un rato. En dos semanas, si el virus no lo impide, su ritmo de actividades aumentará: empezará a ir dos tardes a inglés, otras dos a música (piano y solfeo) y una a natación. También le gustaría, algunas de las mañanas que se quede en casa, quedar a estudiar con una amiga.
Son las 07.55 del viernes cuando Ona baja a la calle. El Instituto de Educación Secundaria Lluís Vives está cerca de su casa. Chispea, y la gente que no ha cogido paraguas camina acelerada. Este curso Ona tiene que entrar por la puerta lateral en una franja de cinco minutos. Junto a la boca del metro, dos chavales fuman, uno al lado del otro, con la mascarilla debajo de la barbilla. Antes, al preguntarle por qué cree que muchos jóvenes se las quitan cuando están con los amigos, ha contestado: “Yo creo que porque están incómodos o porque quieren verse las caras. Y porque no les preocupa ponerse enfermos, piensan que el virus no les puede afectar”. Ona atraviesa la puerta del instituto —en el que estudian 960 alumnos atendidos por 94 profesores—, una frontera que por motivos sanitarios este año resulta infranqueable para toda persona ajena al centro, incluidos los periodistas, y desaparece al girar una esquina.
La clase hay que imaginársela con lo que explican Ona y los docentes. El aula extrañamente poco poblada, con solo 12 alumnos. Las mesas separadas a más de un metro y medio. Las ventanas y la puerta abiertas, por las que regularmente se cuelan picos del jaleo de las clases de primero de la ESO, a las que sí que asisten todos los alumnos a diario. El profesor, que solo se levanta de su mesa para escribir en la pizarra. Y los alumnos que reciben un trato más personalizado manteniendo la distancia; formulan sus dudas y responden las preguntas del docente desde sus sitios y con mascarilla.
—Molesta mucho. Sobre todo en mi clase, que es pequeña, da muchísimo calor. Y no se puede encender el ventilador del techo ni poner aire acondicionado, aunque tampoco es que tengamos.
Hora del recreo. A través de la puerta enrejada se ve a los alumnos formar grupos, acercarse más o menos como siempre, todos con la boca tapada salvo mientras se comen el almuerzo. Un profesor pide a unos chicos que se separen, ellos se mueven ligeramente hacia atrás, y al cabo de un momento vuelven a la misma posición. Los chavales ya no pueden sentarse en la cafetería, tienen que entrar de uno en uno desde el claustro y salir por la puerta que da a las canchas, pero en la cola se les ve bastante pegados.
Misión complicada
“Repiten el comportamiento que tienen normalmente. Si en la calle van todos juntos, abrazados, la inercia es mantener aquí esa actitud. Nosotros intentemos que mantengan la distancia, pero es complicado, es muy difícil conseguir que lo cumplan”, afirma fuera, a la sombra de un árbol altísimo, el director, Sergi Sanchis. “Sobre la presencialidad, de momento, tenemos mucha incertidumbre, porque nunca hemos trabajado así y no sabemos exactamente qué va a pasar. Pero también hay una postura derrotista, y yo creo que de entrada no tiene por qué ser peor. Hay una parte del trabajo docente, que se hace en clase, pero también hay otra importante que es cosa de los alumnos, y pueden hacerla perfectamente en casa”.
Las comunidades que han implantado el modelo semipresencial, que los expertos advierten que aumentará la desigualdad al trasladar al ámbito familiar parte del trabajo que todos hacían en los centros, apenas han recurrido a instalaciones externas para dar clase de forma temporal. Cerca del instituto Lluís Vives está, por ejemplo la Biblioteca Pública Valenciana, un edificio grande que gestiona la misma Consejería de Educación, Cultura y Deportes. A Sanchis, sin embargo, no le entusiasma la idea. “No está muy lejos, pero supondría un trastorno para el profesorado. No por la cuestión física de tener que ir y volver, sino porque si tienes dos clases correlativas ya no te da tiempo de llegar a la clase. No es como salir de un aula y entrar a la de al lado. Está a cinco o 10 minutos, pero ya son cinco o 10 minutos que pierdes”.
Ramón Martínez, que da inglés al grupo de Ona, afirma que la reducción del número de alumnos en clase, por un lado, le ha venido bien. “Están sentados individualmente, son 12 y puedes hacer que hablen e interactúen de una manera que antes era imposible. Pero al mismo tiempo, sigue, el modelo tiene el problema que ya observó el curso pasado: “Con el confinamiento hubo alumnos, que son organizados y responsables, a los que les fue muy bien estudiando en casa. Pero para los que necesitan mucho control y vigilancia, es complicado. Si además no hay nadie en casa, es más fácil que no hagan las cosas”.