La casa roja de La Punta existe. No solo habita en la ficción de Alina Gadea, no solo es una metáfora del paraíso. La casa roja de La Punta, del músico José ‘Chaqueta’ Piaggio, está al frente de la casa blanca de la escritora Alina Gadea.
Pero cuando escribió Todo, menos morir (Planeta, 2020), no vivía en La Punta. El libro entró a la imprenta cuando los peruanos entrábamos a nuestros hogares para la cuarentena y cuando Alina Gadea se mudaba a La Punta. Su futuro personal parecía ya escrito en aquella novela. “Las palabras tienden el camino por el que uno se echa a andar”, recuerda la frase del psiquiatra francés Jacques Lacan y asegura que no escribe sobre lo que le ha pasado, sino sobre lo que le va a pasar.
Caminaba muy abrigado en el mes de febrero de algún año de la década del 70. Vestía una bufanda, un sombrero y un abrigo sostenido por un imperdible, de los que se usaban para los pañales de tela. Su padre, su madre y Alina, en medio, viajaban en un Chevrolet Malibu, de sofá corrido, timón enorme y puerta pesada. El padre saludó a Rafael de la Fuente o Martín Adán, frente a la recordada librería Studium, sobre la avenida Larco. Alina solo miraba. Fue la única vez que lo vio. Pero el episodio es imborrable. Tanto que Todo, menos morir es también un homenaje al autor de La casa de cartón. Libro que siempre la acompañó en su mesa de noche, tal vez luego de aquel encuentro en la avenida Larco.
“Es cordura ponerse lírico cuando la vida se pone fea”, evoca la frase del poeta.
-¿Por qué Martín Adán?
Un magnífico y extraordinario poeta. Era una figura tan extravagante, escogiendo vivir tras los muros del Larco Herrera. Siempre me había fascinado la persona, el ambiente del que provenía, que me suena muy familiar, esa cosa de la Lima de comienzos del siglo XX, tan represora, tan pacata, tan conservadora, que ve mal el oficio de poeta. Ese personaje tan rebelde siempre me ha causado mucha admiración y, sobre todo, inquietudes por explorar. Todo eso se fue acumulando en mí mucho tiempo. Martín Adán tenía una forma un poco hosca de estar en el mundo. Me atrae esa ironía como cuando dice: “El mundo no está precisamente loco sino demasiado decente”.
-Cuando él falleció, tendrías unos 19 años. ¿Recuerdas ese momento?
Falleció en un estado económico muy desmejorado. Esa figura tan impactante de Juan Mejía Baca con esa admiración, compromiso y lealtad incondicional hacia Martín Adán; hasta el último momento lo apoyó, lo ayudó; incluso, pasó largos años de su vida haciendo que los mozos del Cordano recogieran las servilletas donde él apuntaba y que iba botando en sus noches de más loca bohemia. Así fueron los últimos días de nuestro poeta; se cumplirán 36 años de su muerte este mes.
-Mientras leía Todo, menos morir, encontré una entrevista a la escritora argentina Ariana Harwicz. Decía: “La corrección política engendra arte infame”. Pienso en Martín Adán y en Todo, menos morir como expresiones antagónicas de la corrección política. ¿Coincides con Ariana?
Martín Adán no es parte de la corrección política. Un personaje sumamente rebelde y contradictorio. Hay todo un tema con su homosexualidad no del todo enfrentada por él mismo. Venía de una casta muy conservadora que esperaba de él que fuera una cabeza de familia, un abogado y se dan con todo lo contrario: este ser alcohólico, marginal, poeta, habitante del Larco Herrera; su alcoholismo roza la locura. Y, sin embargo, tenía semejante impulso creativo que contraviene todo; siendo un señorito de sociedad, él se rebela contra todo eso y por eso el seudónimo de Martín Adán; si no, la tía Tarcila hubiera puesto el grito en el cielo.
-¿Pero también crees que la corrección política engendra arte infame?
Imagino que se refiere a lo edulcorado, descafeinado, lo complaciente, que trata de ser un buen ciudadano, una persona con una moraleja. La literatura no se trata de moralismos ni moralejas ni de enseñanzas. Al contrario, se trata de transgredir en el sentido de subvertir la realidad, crear una nueva realidad. Es una decadencia del arte entrar en la compostura.
-La historia de Sandro y Emilia en el libro es como un amor tóxico. Y lo interesante es que no la cuestionas, casi la acompañas.
Lo es. Hay una toxicidad; sin embargo, lo que me interesaba es la construcción psicológica de los personajes. Hurgar en las oscuridades del alma humana, por qué se producen esos nexos tan fuertes. Y a pesar de las toxicidades, qué es lo que los lleva a subsistir, poder superar una serie de cosas; no quería que esta historia quedara en una oscuridad, quería que una flama la alumbre, que la historia coja un vuelo con cierta luz.
-¿Pero esa intención de darle una luz no es un acto de corrección política?
No lo creo. Es una lucha por la belleza, la estética, por el arte, por el amor a las palabras y a la poesía, por la vida y el amor.
-En esta entrevista a Ariana ella dice que si purgas la moralidad, los excesos, las perversiones no te queda nada del artista. ¿Es así?
Estamos alimentados por cosas sumamente oscuras. No creo que uno pueda elaborar tanto de cosas plenas, iluminadas, ordenadas. Justamente el combustible, las canteras de un escritor tienen que ver con sus incomodidades, con sus perplejidades, con sus zonas más sombrías, más absurdas, descabelladas. De toda esa sombra nace ese fogonazo que es el impulso vital a través de la creatividad, en este caso, de las palabras.
-¿Cuáles son tus zonas sombrías?
Varias. En mi novela Otra vida para Doris Kaplan están el miedo, la represión, la violencia. En Obsesión quería explorar la sexualidad, el erotismo, la doble moral limeña. También salen otros demonios en Destierro: el miedo a la soledad, el miedo a romper el núcleo familiar, la maternidad, que es una de mis zonas más oscuras. Siento que las madres cometemos muchísimos errores y se cometen muchos errores contra las propias madres.
-¿La relación con la madre es tu demonio en Todo, menos morir?
Ahí he volcado casi todos mis demonios. La mujer abandonada, la mujer que se niega a ser madre, la mujer que ha sido desatendida emocionalmente en su niñez, el hombre que niega su condición sexual, la lucha por hacer en la vida lo que uno quiere a pesar de lo que los demás esperan de uno; la poesía, la bohemia.
-¿Fuiste abogada por presión familiar?
Nunca quise ser abogada. Soy recibida de la Católica, colegiada. Pero es un mundo que no me agrada. Es un mundo sumamente parametrado y rígido, del cual siempre quise escapar, como de una camisa de fuerza. Tuve la suerte de acceder a este mundo tan libre de la literatura, por lo que estoy sumamente agradecida.
-¿Pese a ello, tu vida ha sido serena?
He luchado muchísimo. He tenido tres hijos sola y me parece el oficio más difícil y endemoniado del mundo. Quizás uno de los más ingratos. Y gracias a eso, todo lo demás me parece mucho más fácil. Donde he sido libre ha sido escribiendo, hasta en las peores circunstancias. Pero creo que la dificultad nos ayuda a hacer mejores cosas. Para ser un escritor, uno tiene que haber vivido y sufrido algo; de lo contrario, no tendríamos qué contar. La ficción se abastece del conflicto, no son cuentos de rosa ni vida de rosa, son dificultades que se van traduciendo en distintas historias que uno va produciendo, y espero que así siga siendo, porque lo que pretendo es solo eso, seguir escribiendo.
-¿Entonces, por qué fuiste abogada?
Ser abogada era algo que flotaba en el ambiente. Era la única posibilidad. La sociedad ha establecido roles muy duros para la mujer, no solo tiene que casarse y ser madre, sino también trabajar. Creo que todo eso es un esfuerzo enorme que no siempre es bien valorado por los demás. Mucha gente dice que los escritores trabajamos poco, pero creo que eso es una falacia; realmente los escritores trabajan muchísimo. Inclusive cuando ves para atrás, te parece demasiado el esfuerzo que has hecho por crear todas esas historias. A la vez que me divorcié, me deshice de esa vida del Derecho. Yo comencé a vivir realmente cerca de los 40 años de edad. He comenzado a escribir y vivir a esas alturas.
-Te divorciaste de tu vida pasada e iniciaste un romance con la literatura.
Conforme me iba involucrando con escribir, iba encontrando más mi esencia y me iba separando más de ese yugo, de esa situación que tuvo mucho que ver con imposiciones y roles, y comienzo a volar por mi cuenta.
-Entre los 22 y los 25 años te casaste y fuiste madre. Venías de Derecho en la Complutense de Madrid. Tal vez eras el modelo ‘ideal’ de mujer.
Sí, la verdad yo estaba muy bien encarrilada, aparentemente. Pero internamente no. Fue un proceso largo para darme cuenta de qué es lo que quería, y quién era. En eso me ayudó seguir leyendo.
-Un pasaje del libro que me encantó es “el corazón tiene muchas formas y espacios grandes donde se pueden acumular sentimientos contradictorios”. A los 54 años, ¿cómo está ese corazón?
Está muy bien, gracias a las letras. Las palabras han sido un escudo y el arma para defenderme de la dificultad de la vida.
-¿Qué nos hace inmortales, Alina?
Como decía Milan Kundera, hay la pequeña inmortalidad, aquella que queda cuando uno ya no está y que la recuerdan las personas que te quisieron; y la gran inmortalidad, como la de nuestro insigne poeta Martín Adán. Él no muere, él sigue viviendo en todos los que lo seguimos leyendo.
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AUTOFICHA:
– “Soy Alina Gadea Valdez. Lima, 1966. Terminé en el Franco Peruano y estudié Derecho, primero en la Universidad Complutense de Madrid y luego en la Católica. Me recibí de abogada. Estudiar Derecho tiene que ver con la seriedad y el conservadurismo, casarse también”.
– “Felizmente, no ejerzo el Derecho. He trabajado en asuntos relacionados al Derecho, pero me deshice de esa vida, a raíz de que mandé un cuento al concurso de Petroperú, creyendo que no iba a ganar; y fue justo en las circunstancias más difíciles, me acababa de divorciar”.
– “Fue allí cuando empezó toda esta historia (con el acto de escribir). Fue importante para mí que me dieran el Premio Copé Bronce, porque fue la puerta de ingreso a este mundo. Y estuve en la escuela de escritura creativa de Alonso Cueto en el CCPUCP; eso me terminó de acercar a mi verdadera esencia”.