Ante la expansión que parece irrefrenable de la covid-19, todas las instrucciones tantas veces contradictorias que recibimos solo coinciden en una cosa: hay que quedarse en casa. Del todo, en las imposiciones de confinamiento total; la mayor parte del tiempo posible, en la mejor de las situaciones. Solo permanecer en el propio domicilio y relacionarnos casi exclusivamente con convivientes es la verdadera prevención eficaz ante la catástrofe. Al margen de lo inexacto de tal premisa, se nos insiste en que la definitiva salvaguarda frente al virus: los hogares-burbuja.
Esa es una de las apreciaciones sociológicas que merece el toque de queda mundial al que hemos sido sometidos, que nos ha obligado a encerrarnos en nuestras casas durante semanas, para luego vernos permanentemente exhortados a obedecer órdenes acerca de cómo comportarnos en una vida pública que conviene evitar. Cabe advertir que no se discute en absoluto que exista en estos momentos una emergencia sanitaria real que hay que gestionar. Lo que se remarca es la manera como ese cuadro objetivo ha supuesto la agudización tanto de las prácticas como de las retóricas que sostienen la sociedad actual, entre ellas la relativa a la familia nuclear cerrada en que se funda.
Es interesante cómo los medios de comunicación y la publicidad se han empeñado en mostrar hogares felices en los que familias joviales aprovechaban el tiempo de encierro para escenificar los valores hogareños estandarizados. Se ha ignorado en la mayoría de ocasiones como el encierro domiciliario implicaba un infierno para una parte importante de quienes se autorrecluían, sea por las condiciones de hacinamiento, por la miseria crónica o sobrevenida que sufrían, por el desahucio inminente o por el maltrato diario que tantas mujeres, niños o ancianos aguantan en sus casas
De igual modo, se soslayaba la existencia de una masa de asalariados y asalariadas —personal sanitario, de servicios, del comercio, trabajadores agrícolas— para los que, obligados a trabajar fuera, la salvación domiciliaria no era una opción. Como si esas realidades no existieran, se ha exhibido como modélico el confort y la seguridad del vínculo doméstico integrado e integral, sin conflictos, sin carencias, sin asimetrías, sin sumisiones ni violencia, una imagen idílica en que familias ejemplares quedaban al amparo de la pesadilla distópica que había sido declarada en el exterior.
Se ha ignorado como el encierro domiciliario implicaba un infierno por la miseria crónica que sufrían, por el desahucio inminente o por el maltrato diario que tantas mujeres, niños o ancianos aguantan en sus casas
Primero, durante los meses de confinamiento total, fue el decreto que estableció el propio domicilio como el único espacio seguro frente a un afuera que se había vuelto todo él una trampa mortal, un espacio ocupado por un ejército invisible de asesinos microscópicos. Ello hacía del propio domicilio lo que el sociólogo canadiense Erving Goffman había llamado en su Internados una institución total, para referirse a cárceles, cuarteles, barcos, manicomios, hospitales y otros lugares de residencia o trabajo, en que un determinado número de individuos, aislados del resto de la sociedad por un periodo apreciable de tiempo, compartían en su encierro su rutina diaria. Luego, cuando las medidas sanitarias se fueron suavizando, fuimos siendo autorizados a bajar a la calle enmascarados y con instrucciones de medir nuestra distancia con los demás, puesto que, salvo la propia familia cohabitante, todo el mundo ajeno a ella pasaba a ser un universo de «malas compañías», eventuales agentes mortíferos inconscientes al servicio de la epidemia.
Esa morada familiar idealizada como blindaje contra la covid-19, en que se podía vivir sin máscaras ni distancias, imponía la fantasía de una vida domiciliada armónica, realización del sueño de comodidad y equilibrio de una clase media universal. Al tiempo, la imposición de la agorafobia generalizada recuperaba enaltecidos todos los lugares comunes del «hogar dulce hogar», más cuando, además de lugar de los afectos y la reproducción, el estado de excepción pandémico había convertido la esfera doméstica en lugar de ocio y de trabajo.
Ese ha sido uno de los aspectos de la lógica moral del confinamiento virtuoso, ese descubrimiento de las bondades del vivir felices bajo el mismo techo que hemos visto promocionado como si fuera el lado bueno de las cosas, la lección positiva que se nos invita a extraer del desastre. Una alabanza del «calor del hogar» —es decir, de la familia retraída sobre sí misma como un caracol— como único antídoto seguro frente a un mundo exterior mostrado como tóxico y letal.