Comenzábamos esta serie de artículos el pasado mes de marzo movidos por la figura de san José, del cual hemos señalado su papel de cabeza y custodio de la Sagrada Familia, modelo singularísimo de esposo y padre. Después de haber dedicado los cuatro artículos anteriores a enfrentar los criterios actuales dominantes (feministas) sobre el papel del hombre en la familia y en la sociedad con los que nos ofrece la Palabra de Dios, y después de haber visto la oposición radical entre unos y otros, me ha parecido llegado el momento de explicar alguna cosa sobre el título de esta serie, referido a los padres varones: “Custodios de la familia, centinelas de la inocencia”.
Ya dijimos a quiénes tienen que custodiar: a la esposa, los hijos menores y a los ancianos que puedan formar parte del hogar. Señalemos, aunque sea solo de pasada, el valor extraordinario de su presencia cuando desempeñan adecuadamente su papel, una presencia benéfica y enriquecedora para toda la familia; lástima que no siempre las familias puedan contar con ella.
Esposa, niños y, en su caso, ancianos. Este es el quién, ahora toca decir algo sobre el qué. ¿Qué es lo que hay que custodiar? Respuesta: Las cosas y las personas; la casa y los bienes materiales por una parte; por otra, la integridad física y moral de los custodiados con una cuidada atención al clima familiar, el buen ambiente que debe respirarse en todo hogar.
De entre todo ello, merece una atención especial, la inocencia, especialmente de los hijos niños, aunque sin excluir la de los adultos, hasta donde ello sea posible.
Tarde o temprano, los hijos la perderán. Salvo milagro, la perderán. El panorama social que se les presenta es un mundo que en buena parte rechaza el santo Nombre de Dios y en el que los mismos que lo rechazan se han investido de una falsa superioridad moral que nadie les ha dado, autoconcedida, en virtud de la cual el mal es presentado como bien y el bien como mal. Un mundo donde cada vez son más los que se sienten orgullosos de su impiedad y en el que para tantos, “su gloria [son] sus vergüenzas” (Flp 3, 19). Eso no significa que los niños y jóvenes por necesidad tengan que extraviarse por derroteros especialmente viciosos (que tampoco hay que descartar), pero llegará un momento en que la presencia del mal, propio y ajeno, obligará a que vean las cosas en negativo, contrariamente a como comenzaron a verlas en la infancia. Conocerán el mal con todas sus consecuencias, la primera de las cuales está en que quedarán moralmente heridos, lo experimentarán como drama interior y tendrán que tomar postura ante él. Y entonces se les abrirán los ojos, como se les abrieron a Adán y Eva tras su pecado y se verán a sí mismos y a los demás bajo un velo de turbidez, de modo distinto a como veían el mundo antes de que la experiencia del mal irrumpiera en sus vidas.
Prevenir estos efectos, retar-darlos cuanto se pueda, minimizarlos, advertir de las consecuencias… ejercitar contra el fuego enemigo, eso es tarea de los padres, especialmente del padre varón. Tarea que no conoce tregua, de vigilancia serena pero permanente porque son muchos los frentes abiertos contra la inocencia, una de cuyas características es su extrema fragilidad pues nada es tan fácil de quebrar como la inocencia infantil, nada tan delicado y tan difícil de restaurar. No podemos decir que la inocencia perdida sea leche derramada, porque no es verdad; dejemos claro desde ahora, que la inocencia es recuperable –aunque no podamos pararnos a explicarlo–, pero dejemos sentado también, con la misma claridad, la complejidad y la enorme dificultad que conlleva su restauración en muchísimos casos. La causa de esa dificultad es obvia: las biografías personales son enmendables pero irreversibles porque nadie puede no haber vivido lo que sí ha vivido, sea lo que sea, bueno o malo, dulce o amargo. Es verdad que no hay herida que no pueda cicatrizar, pero también es verdad que es mejor mantener el cuerpo y el alma sin cicatrices. De ahí que los padres, ambos, y especialmente el padre hayan de ser centinelas celosos de la inocencia de los suyos, chicos y grandes.
Cuando he tenido que explicar estas cosas en público, se me han presentado siempre, sin excepción, las mismas objeciones. “Eso de proteger la inocencia, ¿no significa aislar a nuestros hijos del mundo en el que viven? Eso es condenarlos a la marginación –se me ha dicho–, a que se burlen de ellos y, en consecuencia, a quedarse solos, como gente rara, eso es mantenerlos en una burbuja de ignorancia. Es preferible que abran los ojos…”.
Esas objeciones parecen todas iguales, pero no lo son. Hay dos clases bien diferenciadas: a la primera clase pertenecen las que se refieren al aislamiento, a la segunda la que se refiere a la apertura de los ojos; a las primeras me referiré ahora, la segunda, la necesidad de que los muchachos “abran los ojos” merece consideración aparte y a ella espero dedicar el artículo siguiente.
La primera consideración que me merecen estos reparos de los padres es de gran respeto, su preocupación es legítima y cuando se expresan así, están procurando para sus hijos lo que entienden como mejor, pero las cosas hay que razonarlas en su verdad y debo decir que cuando se razonan al modo en que se han presentado, se se están confundiendo varios conceptos. De ahí que mi respuesta haya ido siempre en la misma línea de ahora, que no es otra sino tratar de esclarecer el concepto de inocencia.
El concepto de inocencia con mucha frecuencia se toma como si fuera sinónimo de bobería o de ignorancia, cuando resulta que está en las antípodas de ambas. A la bobería y a la ignorancia hay que atacarlas, a la inocencia preservarla; a las primeras se las combate con la inteligencia y la instrucción, a la inocencia se la preserva con la prudencia y la bondad. Contra la ignorancia, guerra abierta, sin cuartel; contra la inocencia ni un solo movimiento; al contrario, protección y salvaguarda. La inocencia no es simpleza, ni superficialidad a la hora de pensar el mundo y analizar la realidad; es justamente lo contrario, porque solo una mente inocente tiene capacidad de penetrar en la esencia de las cosas con limpieza, es decir, sin filtros y sin estorbos intelectuales. Los grandes inocentes han sido las mentes más lúcidas y más profundas, empezando por la de Jesucristo, siguiendo por la de su Santísima Madre y continuando por un sinnúmero de santos de quienes podríamos tomar a cualquiera al azar. Vaya un solo nombre: Santo Tomás de Aquino, la gran eminencia del pensamiento cristiano cuya inocencia rayaba a la misma altura de su sabiduría y santidad y al que se ha calificado con acierto como el sabio de los santos y el más santo de los sabios; ejemplo de hombre inocente, brillantemente inocente.
Respecto a las demás objeciones contra la inocencia, lo que pueda haber de verdad en ellas –que algo puede haber– es una fruslería comparado con su inmenso valor.
¿Qué valor es ese? La infancia feliz. Sin inocencia no hay infancia feliz.