Es casi un milagro que en medio de Manhattan, uno de los lugares más caros de la Tierra y con mayor densidad humana por metro cuadrado, se hayan preservado al abrigo de la codicia inmobiliaria estas 341 hectáreas que suponen el pulmón verde para la Gran Manzana.Fuente: EFE
Tan asociada está su imagen al cine que todo el mundo ha visto caer las hojas de otoño de alguno de los 18.000 árboles que pueblan el parque, como ha contemplado correr a las 2.500 ardillas que medran por sus suelos o ha asistido a la congelación del lago casi cada invierno.
Parques que mudan con las estaciones los hay en todo el mundo, pero el Central Park tiene algo único: ¿En qué otro lugar conviven un obelisco egipcio de 3.500 años de antigüedad, una boda gay, un cumpleaños de perros y unos incansables imitadores de John Lennon?
El cineasta neoyorquino por antonomasia, Woody Allen, siempre ha bromeado con su aversión por «el campo», pero ha mantenido una relación casi matrimonial con Central Park, donde ha situado numerosas escenas de películas tan emblemáticas como «Manhattan», «Hannah y sus hermanas» o «Balas sobre Broadway».
¿Quién no recuerda a Dustin Hoffman corriendo sudoroso alrededor del lago del parque en «Marathon Man»? ¿o los interminables paseos entre los árboles de la pareja de «Cuando Harry encontró a Sally»? ¿Y los animales de «Madagascar» escapando del zoo y regresando a él?
Uno de los mayores atractivos inmobiliarios en Nueva York lo suponen los apartamentos con vistas al Central Park, y no es casualidad que sus cuatro lados estén sembrados de altísimos edificios que ofrecen a sus inquilinos unas vistas de película.
Es la parte sur del parque la que concentra tal vez la cantidad más alta de rascacielos de ultralujo de Nueva York, entre los que cabe citar el Central Park Tower (432 metros de altura), 432 Park Avenue (426 metros) y todos los llamados «rascacielos lapicero» por su extrema delgadez que los convierte en un desafío de ingeniería.
Dicen las malas lenguas que una buena parte de los apartamentos de estos rascacielos de esta «milla de oro» neoyorquina -hay varias más en Manhattan y en Brooklyn- están vacíos por dos razones: primera, porque son incómodos por su extrema exposición al viento y sus complejos sistemas de ascensores, y segunda porque sirven, como si fueran una obra de arte, como vehículo perfecto de especulación financiera antes que nada.
En cualquier caso, son posiblemente los edificios más fotogénicos del planeta: desde la orilla norte del mayor lago del parque, el Jackie Kennedy Reservoir, todos los días se paran los paseantes y los turistas a retratar las aguas calmas del estanque en las que se reflejan la silueta de estos rascacielos hasta convertirse en uno de los perfiles más identificados con Nueva York.
En una ciudad tan elitista como Nueva York, donde las desigualdades son brutales, el Central Park es uno de los espacios más democráticos: cualquiera puede utilizarlo para hacer un picnic entre amigos, pasear a su perro, andar en bicicleta, ir a observar pájaros o hacerse un reportaje fotográfico de bodas.
Un domingo cualquiera el parque se llena de artistas espontáneos -tríos o cuartetos de amigos músicos, dibujantes o caricaturistas que retratan a los paseantes-, de cursos masivos de yoga o «stretching» al aire libre, de bicicletas que pueden circular en un solo sentido y de parejas y familias que navegan por el lago.