Los menores que padecen alexitimia, la dificultad o incapacidad para conectar y expresar sus emociones y afectos, deben ser escuchados y validados por un adulto sensible y respetuoso que organice todo lo que sienten
El concepto de alexitimia fue acuñado a principios de la década de los setenta del pasado siglo por el psiquiatra Peter Emanuel Sifneos, profesor emérito de la Universidad de Harvard. Dicho concepto hace referencia a la dificultad o incapacidad de la persona para conectar con la emoción que está experimentando, lo que hace que no sea consciente de ella ni pueda regularla de manera efectiva. La persona alexitímica tiene un pobre vocabulario emocional, lo que le dificulta poner palabras a aquello que siente: afectos, emociones, sentimientos y estados de ánimo. Si nos centramos en la etimología de alexitimia veremos que “a” significa “sin”, “lexis” es “palabra” y “thimos” es “afecto”. Por lo tanto, literalmente, “sin palabras para los afectos”. En consecuencia, podríamos decir que los niños nacen con una profunda alexitimia, lo que les impide poner el foco y nombrar aquello que sienten, pero seríamos muy injustos si decimos que los bebés padecen alexitimia, pues aún no les hemos dado la oportunidad de superarla.
El recién nacido tiene un cerebro tremendamente inmaduro y vulnerable, a lo que debemos añadir que tiene una gran cantidad de instintos, emociones y necesidades que no puede satisfacer por sí mismo, necesitando de un adulto que se haga cargo de él. Es aquí donde entra en juego la mentalización, un concepto del que habla mucho el psicólogo británico Peter Fonagy, y que se refiere al hecho de que madres y padres pongan nombre a aquello que sienten sus hijos. La mentalización será lo que solucionará la alexitimia natural con la que venimos a este mundo. Nombrar aquello que sienten desde bien pequeños es lo que va a permitir que pasen del caos al orden o, lo que es lo mismo, de las inconscientes emociones a la capacidad de hacerse cargo de ellas de manera responsable.
Por lo tanto, la mentalización se va desarrollando de la mano de la inteligencia emocional del adulto y es el mejor recurso para alejarse de la cegadora e incapacitante alexitimia. Desgraciadamente, no todo el mundo ha tenido la suerte de tener unos padres emocionalmente inteligentes, lo que perpetúa de por vida la dificultad para verbalizar estados afectivos. Este impedimento para ser consciente de lo que uno siente, nombrarlo, permitírtelo y ser capaz de regularlo para alcanzar nuevamente el ansiado equilibrio afecta a todos los ámbitos de la vida: escolar, laboral, social, familiar, sexual, etcétera.
Todo esto nos lleva a la importancia de validar las diferentes emociones que sientan los hijos, independientemente de su valencia e intensidad. En determinadas familias, en función del sexo del menor, determinadas emociones serán validadas y otras serán reprimidas. Por ejemplo, es frecuente que a las niñas se les permita sentir y expresar la tristeza, mientras que se les prohíbe la rabia. En cambio, a los niños se les invita a expresar su furia, pero, por el contrario, se les impide sentir y manifestar su tristeza y, mucho menos llorar, porque para muchos aún es sinónimo de debilidad.
No cabe duda de que quien piensa y educa de esta manera está lejos de ser emocionalmente inteligente y es probable que pueda tener cierto grado de alexitimia, perpetuando estas dificultades socioemocionales a su descendencia. Llegar a tener un mínimo desarrollo de inteligencia emocional no es fácil y requiere mucho tiempo y grandes dosis de paciencia por parte de los adultos que rodean al menor, pero no cabe duda de que es una de las mejores inversiones que podemos hacer y una gran herencia para toda la vida.
Enseñar a niños y adolescentes a transitar por las diferentes etapas de la inteligencia emocional es un largo y costoso camino: conocer qué es una emoción, reconocerla, nombrarla o etiquetarla, validarla en todos los casos, independientemente de que nos resulte desagradable, ser consciente de ella (gracias al trabajo de mentalización de nuestros padres y maestros) y, en último lugar, tener estrategias para autorregular los afectos. Lo contrario sería permanecer en la alexitimia durante toda la vida, sin capacidad para nombrar y sentir aquello que sentimos. Una verdadera pena, pues nos impide conectar con una de las características más representativas de nuestra especie: la capacidad de emocionarnos.
Muchos de nuestros hijos se encuentran instalados cotidianamente en lo que el neurocientífico Joseph LeDoux denominó secuestro amigdalar, una situación en donde el menor se ve constantemente asediado por sus emociones e impulsos, sin capacidad para gestionarlos. Una vez más, el remedio para el secuestro de la amígdala no es otro que desarrollar la inteligencia emocional en nuestros hijos. Por lo tanto, lo que aquí propongo es alfabetizar las emociones de los más pequeños para poder superar el analfabetismo con el que llegan a este mundo. El objetivo sería, gracias a la validación y el acompañamiento de los adultos, ayudar a los niños y adolescentes a pasar de la alexitimia a la alfabetización emocional. Esto solo se consigue con adultos (madres, padres, maestros, orientadores, profesionales…) implicados y sensibilizados con las bondades de la inteligencia emocional.
Todo lo que sentimos (emociones, instintos, necesidades, impulsos, sensaciones, reflejos, etcétera) debe ser escuchado, validado y organizado por un adulto sensible, respetuoso y responsivo. Somos seres que sentimos desde el vientre materno, pero no tenemos la capacidad innata de identificar, nombrar ni ser conscientes de nuestros afectos, y mucho menos de gestionar de manera suficientemente buena dichas emociones. ¡Viva la inteligencia emocional!