Este 16 de marzo se cumple un año desde que el Perú ingresó al estado de emergencia nacional. Hasta ese día, no se había aún registrado muertes por COVID-19 y los casos apenas sobrepasaban los 200. El primer fallecimiento, de un hombre de 78 años, se produjo en el Hospital de la Fuerza Aérea del Perú el jueves 19 de marzo.
Sin duda, entre las muchas otras disposiciones del estado de emergencia, la medida que más impacto ha tenido en la población general ha sido el confinamiento obligatorio, el que aunado al estado de constante zozobra de la comunidad han marcado para siempre el estado emocional de la sociedad. En ese sentido, es conveniente repasar algunos de los aspectos sociales más importantes de este primer año de emergencia nacional.
—Los cambios—
La sociedad completa ha tenido que adaptarse a los cambios producidos por el estado de emergencia. Libertades elementales con la que todos habíamos nacido y crecido fueron bruscamente suspendidas. La cuarentena, con todos los cambios inherentes a su naturaleza, afectó radicalmente el estilo de vida de todos, causando de paso un severo impacto sobre la salud mental de todos, desde infantes hasta adultos mayores.
Bruscamente, los servicios médicos se detuvieron y solo se atendía COVID-19. Además, la población temerosa se negaba a salir de su casa en busca de ayuda médica para males comunes. Se ignora cuánta gente habrá fallecido en su casa por un infarto cardíaco o complicaciones de alguna enfermedad crónica, simplemente porque no pudo llegar a tiempo a un hospital.
Los estudios –desde jardín de infancia hasta la universidad– se convirtieron en una experiencia electrónica, con todo el proceso de adaptación que esta nueva forma de hacer las cosas exige. El trabajo, para los afortunados que pudieron conservarlo, se convirtió también en una experiencia electrónica –el teletrabajo– causando profundos cambios en las rutinas dentro de la casa.
—Los sacrificados—
La sociedad aprendió a valorar a los llamados trabajadores esenciales, sin cuyo aporte una sociedad no puede funcionar en estado de emergencia. Personal del sistema de salud, de las fuerzas armadas y policiales, bomberos, transportistas, distribuidores de alimentos, entre otros, fueron los más expuestos y los que más pagaron –con enfermedad y muerte– su rol esencial en la sociedad.
—Las desigualdades—
Este año de emergencia nacional ha desnudado las profundas desigualdades sociales y económicas del país. Poblaciones económicamente deprimidas no pudieron soportar más de dos o tres semanas de confinamiento, tuvieron que salir a buscar el pan de cada día. Un hombre en sus cincuentas confesaba en mi programa radial que los ahorros de toda su vida se agotaron en dos semanas.
Otra profunda desigualdad expuesta por la pandemia fue la gravísima precariedad del sistema de salud pública del país. Con un sistema primario prácticamente inexistente, la atención médica se centralizó en atiborrados hospitales, que no se dieron abasto para satisfacer las necesidades de la población.
—La ciencia—
La ciencia se dividió en el Perú durante el período de emergencia. Por un lado, estuvieron aquellos que justificaban el uso de intervenciones terapéuticas sin probada evidencia científica (uso de hidroxicloroquina, ivermectina, azitromicina entre otros), diciendo que por ser época de pandemia había que usar lo que se tuviera a mano, simplemente porque “había que darle algo a la gente”. Al otro lado, estuvieron los científicos que exigían un apego más ortodoxo a los principios científicos, aconsejando cautela en el uso de intervenciones no avaladas por la ciencia.
La seudociencia, con el dióxido de cloro como su principal exponente, se hizo también presente, logrando el apoyo de políticos de gobiernos locales, regionales y hasta congresistas.
El estudio clínico más importante que ha tenido el Perú en su historia se vio enturbiado por la acción delictiva de sus investigadores principales, quienes, usando la vacuna como moneda de cambio, corrompieron a políticos, científicos y otros personajes de la sociedad.
—La política—
Como en todo el mundo, la política usó a la pandemia como caballito de batalla para establecer sus prioridades. En el Perú, eso se hizo más evidente por ser un año electoral.
Alcaldes y gobernadores que repartían en calles y plazas sorbos de ivermectina como dádivas políticas; políticos que prometían vacunación, sin asegurar la compra de vacunas en el tiempo preciso; candidatos –y sus sustitutos– minando la campaña de vacunación para lograr réditos políticos; y políticos y científicos deshonestos, que se aseguraban la protección de una vacuna sin que esta les correspondiera.
—El futuro—
Con 462.719 dosis administradas al momento de escribir este artículo, y solo el 0,3% de la población completamente vacunada, el futuro es muy incierto. Con la presencia demostrada de la variante P1 originada en Brasil, la cosa se complica, pues esta variedad –junto con la B1.351 originada en Sudáfrica, pueden burlar en parte la acción de las vacunas.
Si sumamos la severa fatiga pandémica de la población, la aún notoria precariedad del sistema de salud y la volatilidad del cambio de gobierno, el futuro de la pandemia en el Perú es imprevisible, especialmente cuando muchos expertos auguran una tercera ola de contagios en el próximo invierno.
—Responsabilidad personal—
En esta coyuntura, es imperativo que todos ejerzamos nuestra responsabilidad personal de evitar el contagio. Usar doble mascarilla, mantener distancia física, no organizar ni asistir a eventos sociales en los que haya gente que no vive en el hogar e higiene de manos y superficies no son solo medidas de prevención, sino –en el presente estado de cosas– es un deber cívico de todos para con el Perú.