Recibir el diagnóstico de una enfermedad rara provoca un verdadero mazazo en los padres, que a partir de ese momento deberán afrontar un camino lleno de dificultades en el desarrollo de su hijo. Pero si a esa situación se le añade un diagnóstico tardío, producto del desconocimiento o de la reticencia de los especialistas médicos, las consecuencias son aún peores. Como en el caso de Angélica, una joven de 16 años con síndrome de Phelan-McDermid que vive en Villatuerta, un pueblecito de Navarra. Su diagnóstico no vino hasta los dos años y medio. “Nos llegó muy tarde, como le sucede a la mayoría de las familias, y lo hizo solo después de lucharlo y pelearlo mucho, porque el pediatra me decía que no pasaba nada”, explica Ana María Urgilez, su madre. Una historia que es necesario escuchar hoy, 28 de febrero, con motivo del Día Mundial de las Enfermedades Raras.
El síndrome de Phelan McDermid se caracteriza por una pérdida de material genético (una deleción) en el cromosoma 22q13, que afecta al gen Shank3. Ello produce la falta de una proteína del cerebro que sirve como apoyo para realizar las transmisiones entre neuronas, por lo que las conexiones entre ellas son muy débiles y eso hace que los niños no aprendan como deberían hacerlo, y que incluso se pierdan habilidades ya adquiridas. “Normalmente, estos niños se caracterizan por la ausencia de lenguaje o por un lenguaje muy restringido; suelen tener retraso cognitivo e hipotonía [bajo tono muscular] importantes y problemas de psicomotricidad fina y gruesa”, explica Norma Alhambra, presidenta de la Asociación del Síndrome de Phelan-McDermid. Una enfermedad que, en cuatro de cada cinco casos, no es heredada, sino que se produce de manera espontánea.
Para Ana María, estaba claro que su hija no estaba bien, y que su desarrollo iba muy lento. Pero se topó siempre con la resistencia de su pediatra, que incluso se enfadaba ante su insistencia. Tuvo que superar la opinión de hasta tres especialistas: además del médico inicial, la del neuropediatra, para quien se trataba de un retraso psicomotor; y la del genetista, que la llegó a espetar que por qué insistía tanto en tener un diagnóstico, “si Angélica iba a seguir siendo la misma niña de siempre”. “Que un profesional me dijera esto, cuando se supone que son ellos quienes llevan las investigaciones, me chocó mucho”, recuerda.
“El problema de saberlo tardíamente es que se perdió casi toda la estimulación temprana, tan necesaria para nuestros hijos. Tan solo recibió medio año, porque a partir de los tres no estaba cubierto y tenías que ir por lo privado”, se lamenta. “Para una persona con discapacidad cognitiva, los tres primeros años de vida son esenciales… Al principio fue muy duro, pero tenía dos opciones: o me ponía a llorar y me dejaba ir, o salía adelante y trataba de ayudarla en todo lo que pudiera”. Pero incluso con un diagnóstico temprano, las listas de espera para beneficiarse de la atención temprana pueden rondar el año. Para estos padres, si se lo pueden permitir, la solución es acudir a lo privado.
La idea es conseguir el máximo potencial de cada niño, y cuanto antes comencemos es más probable que lo consigamos.
Y si no se lo pueden pagar, ¿qué? Pues que el retraso se agrava, afirma Alhambra. “La idea es conseguir el máximo potencial de cada niño, y cuanto antes comencemos es más probable que lo consigamos. Si dejamos pasar el tiempo, es probable que ese niño no llegue al mismo punto de desarrollo que si hubiera empezado antes… Hay que intentar dedicarles todo el tiempo posible”.
Mamen Gálvez tuvo más suerte. Su insistencia (también tuvo que vencer la reticencia del pediatra) hizo que su hija Noa pudiera recibir el diagnóstico con apenas un año, tras un recorrido que empezó cuando una pediatra de Urgencias le detectó una hipotonía importante. “Noa empezó a hacer rehabilitación con el fisioterapeuta a los seis meses. Le iban a hacer una resonancia cerebral en el hospital, pero el anestesista se negó porque le faltaba un pulsómetro que mide la saturación de oxígeno cuando el bebé está sedado. El hospital, uno de esos públicos de gestión privada, no quiso comprarlo y el anestesista no siguió adelante”, recuerda. La neuróloga acabó por derivarles al Hospital Clínico San Carlos, donde sí le hicieron la resonancia y unas pruebas genéticas de las que salió por fin el diagnóstico.
¿Cómo reconocer si mi hijo puede tener el síndrome?
“El síndrome es muy difícil de diagnosticar a no ser que sean niños con una afección muy grave”, sostiene Alhambra. Los rasgos físicos son normalmente leves, como unas pestañas u orejas un poco más grandes. “Lo que sí notas es que son niños que van con un retraso madurativo desde chiquitines… Tienen la musculatura muy blandita y suelen empezar a caminar tarde (e incluso hay algunos que no consiguen caminar). No se sostienen y no pueden mantener erguido el cuello; cuando tendría que aparecer el lenguaje, no lo hace, y ante estímulos externos (como un sonajero), tardan en reaccionar”. Es el caso de Noa y de muchos otros: “Sigue teniendo mucha hipotonía, y es por lo que estamos peleando, porque se ponga de pie y pueda andar. Es muy complicado, porque ya pesa 16 kilogramos, y la tienes que llevar en brazos a todas partes… Este año ha empezado a ir a un colegio de educación especial y ha mejorado mucho, y ya hemos conseguido que se siente y se mantenga recta”, afirma Mamen.
La única forma de hacer un diagnóstico es a través de una prueba genética, el CGH Array. “Con un cariotipo (un análisis de cromosomas), vas a encontrar deleciones -anomalías estructurales cromosómicas- muy grandes. Y todavía hay muchos niños que se quedan sin diagnóstico hasta que no les hacen una secuenciación genética”, argumenta. Ahora mismo, la edad media de diagnóstico se sitúa en los tres años, pero hay incluso quien no lo recibe hasta la edad adulta.
Es, en cualquier caso, un síndrome que en la mayoría de los casos les obligará a necesitar ayuda durante toda su vida, y muy pocos podrán vivir con autonomía. Aparte de la ayuda que necesitan día a día, a veces sufren regresiones que suelen llegar en la adolescencia, a los 14 o 15 años. Un paso atrás que puede venir provocado por un episodio de dolor intenso (como un simple dolor de muelas) que ellos no saben expresar, y que hace que empiecen a perder capacidades.
Eso mismo fue lo que le sucedió a Angélica cuando a los 11 años empezó a sufrir un fuerte dolor abdominal que nadie conseguía identificar y que la mantuvo un año entrando y saliendo de los hospitales hasta que, gracias a una especialista de Digestivo, la descubrieron una torsión tubárica en las trompas de Falopio. El dolor agudo se fue, pero tuvo una regresión: dejó de comer y de andar, y reptaba por el suelo; no controlaba los esfínteres, perdió peso e incluso se quedó catatónica, y llegaron a ingresarla en la unidad de Psiquiatría unos días, hasta que su madre la sacó porque, lejos de mejorar, vio que empeoraba.
La llevaron a casa y, poco a poco y con la ayuda de la asociación y de la investigadora Catalina Betancur, en Francia, fue mejorando. “Cuando volvió a caminar, empezamos de nuevo con las terapias, con natación y equinoterapia, que es muy importante porque mejora su tono muscular, su equilibrio y les da seguridad en sí mismos”, sostiene Ana María, su madre. “Desde mi experiencia, puedo decir que se puede recuperar cualquier regresión con mucha ayuda y paciencia”.
“Estas regresiones a veces van asociadas en la adolescencia a una serie de problemas psiquiátricos como la esquizofrenia, un trastorno bipolar o la catatonia, pero no se sabe muy bien por qué surgen”, cuenta Alhambra. Desde la asociación, se hace especial hincapié en la información y el apoyo a la investigación. Acaban de firmar un convenio con el hospital Gregorio Marañón de Madrid para que a los niños con TEA y sin diagnóstico se les haga la secuenciación genética y puedan localizar más casos.