En estos tiempos de catálogos infinitos de cine y series pueden pasar cosas cuanto menos curiosas. Por ejemplo, perder casi una hora navegando en Netflix, HBO y Amazon Prime en busca de una película que no hayas visto y que no sea una bazofia y harto de no encontrar nada acabar regresando a los orígenes, aunque sea en una versión modernizada de esos orígenes: la app de RTVE.
Allí me encontré con una película fantástica: Petra. Me gustó todo de esta cinta de Jaime Rosales: los escenarios, la sensación permanente de inquietud, la estética documental de la imagen y, sobre todo, las magníficas interpretaciones (¿Puede que Bárbara Lennie sea la mejor actriz española del momento?). En un momento de la película, cuando ya están conviviendo, Petra (Lennie) le dice a Lucas (Àlex Brendemühl) que quiere dejar la ciudad y su carrera artística para vivir en la sierra y dedicarse a otras cosas. ¿A qué cosas?, le pregunta Lucas. A ser madre, por ejemplo, responde ella. Eso que me estás pidiendo es algo muy serio. Es algo para toda la vida, ¿eh?, le contesta él con una sonrisa tan ilusionada como acongojada.
“Mi entrada en la maternidad fue muy directa y convencional, pero después siempre ha sido una contradicción: la quise, pero cuando entré ella empecé a ver todo lo que no me habían contado de la experiencia: el hecho de no dejar de ser madre en ningún momento, de no poder separarte como persona de la figura de madre… Es verdad que es un acto de amor muy bonito y que quieres a tus hijos con locura, pero a la vez por momentos sientes que te impide expandirte”, me decía la escritora Marta Orriols en una entrevista reciente.
Ese para toda la vida es un peso que uno no mide con exactitud cuando ser padre solo es un deseo. Mirad que quiero a mis hijos y aun así hay días en que me levanto fantaseando con la idea de que no soy padre, días en los que quisiera huir sepultado por los quehaceres y el agotamiento infinitos, días en los que maldigo ese “postergarse” que va adosado como un complemento al papel de padre, ese no tener tiempo para nada, ese atender peticiones constantes que no te dejan atender las tuyas. Días en los que me hundo entre gritos y rabietas de uno y de otra, entre enfados de mi pareja y míos, entre contestaciones fuera de tono fruto de la más absoluta de las impotencias.
Busco en esos días consuelo en la literatura. Indago desde hace años en novelas biográficas, de ficción o de autoficción, escritas por hombres que relaten su experiencia paterna. Las hay, pero ninguna me ha interpelado como lo hicieron entre muchas otras Marie Darrieussecq y su El bebé (Anagrama), Nuria Labari y su La mejor madre del mundo (Literatura Random House), la reciente novela gráfica El meteorito (Lungwerg), de la ilustradora Amaia Arrazola y, sobre todo y por encima de todo, la incomparable El nudo materno (Las Afueras) de Jane Lazarre, las páginas ya desgastadas de tanto uso, a la que vuelvo a menudo como si fuera una biblia para sentirme comprendido, para validar mi ambivalencia en fragmentos como esta conversación sobre sus hijos que mantiene Lazarre con Anna, una vecina y amiga.
-Los quiero, claro, pero los odio, dijo.
-Yo daría la vida por él -recalqué-. Todas esas películas sobre mujeres sorteando tanques entre balazos para salvar a sus hijos son reales. Sin duda prefiero morirme a perderlo. Supongo que esto es amor -dije estremeciéndome, y después nos echamos a reír-, pero ha destrozado mi vida, y sólo vivo pensando en cómo recuperarla.
-Estoy deseando que llegue mañana, para que te ocupes tú de los niños -me confesó-, pero me da terror dejarlos.
Asumimos que las frases tendrían siempre dos partes: la segunda contradecía aparentemente la primera, pero su unidad estaba siempre sujeta a nuestra capacidad cada vez mayor de tolerar esta ambivalencia, pues el amor maternal trata precisamente de esto.
Hay que amar a Jane Lazarre. Por eso busco a su heredero entre los escritores hombres, para amarlo también, pero no lo encuentro, aunque como decía antes a su modo los hay. Escritores que, a su manera, intentan asomarse a la experiencia paterna, quiero decir. Está por ejemplo Antonio Scurati, que en su extraordinaria novela El padre infiel (Libros del Asteroide) y, a través de su protagonista, Glauco Revelli, nos acerca a esa figura del padre aún en tránsito, desorientado, perdido en la redefinición de su rol. “Nosotros, padres neófitos cuarentones que, entre los escasos árboles de los jardines Sergio Ramelli, perseguíamos a nuestros hijos en juegos cuyas reglas ya no podíamos establecer, estábamos completamente desprovistos de equipación. Nos enfrentábamos con las manos desnudas a la tarea de educar, sin más herramientas que nuestras virtudes y nuestros vicios de hombres, nuestro instinto animal, nuestra desnuda personalidad de seres vivos. Improvisábamos. Cada vez que la pelota rodaba lejos nos veíamos obligados a reinventar, cada uno por su cuenta, el arquetipo paterno”, escribe.
También está Lucas Pereyra, el protagonista de la novela La Uruguaya (Libros del Asteroide) de Pedro Mairal. Un hombre tan perdido o más que Revelli en su papel de padre y escritor, una profesión liberal que le permite flexibilidad horaria y, como tal, le carga con el cuidado de su hijo, con esa difícil y tan poco valorada tarea de pasar 24 horas al día con un niño. Se suceden los días iguales y se suceden las quejas de Pereyra, que busca oxígeno y una salida a su desesperación en una doble vida. Se nota que Mairal es padre, que sabe de lo que habla, aunque su personaje le caiga antipático por tanta queja, por tanta frustración. “Tener hijos te modifica algo en el cerebro, es como un estrés postraumático, no dormís bien nunca más, incluso cuando tienen 19, hasta que no llegan a la madrugada de su fiesta, no dormís tranquilo. El terremoto es íntimo, de la piel para adentro, y también alrededor. Pero si volviera a vivir lo volvería a hacer, porque vale la pena. Los hijos te destruyen la vida y eso está bien (no era tan importante tu caprichosa vida, de todos modos), ellos construyen su vida arriba de la tuya”, me decía en una entrevista.
Está el escritor peruano Renato Cisneros y su diario de paternidad Algún día te mostraré el desierto (Alfaguara), que es una indagación autobiográfica en un viejo dilema: ¿Es compatible el oficio de escritor con la tarea mental y físicamente agotadora de criar un hijo?; pero también la visión de un padre al que la experiencia, en un primer instante, le abruma y le supera. “Dudo que alguien esté listo para un momento así. Se puede estar dispuesto, pero ¿listo? Jamás. Sé que no lo estoy porque en estos días previos al gran evento se me entremezclan la ilusión, la expectativa y la curiosidad con el miedo. Hay días en que sólo hay miedo. Y no me refiero al miedo a equivocarme en la crianza -ser padre, en buena cuenta es eso, equivocarse-, sino a un miedo más crudo y egoísta: el pavor a perder mi autonomía, a perderme a mí”, escribe.
Y está sobre todo Karl Ove Knausgard, que como me en su día me definió Pedro Mairal, habla en Un hombre enamorado (Anagrama), el segundo volumen de su descomunal proyecto autobiográfico Mi lucha, “de cómo cuidar a los hijos lo hace sentir asexuado, fuera de carrera, vacío, empujando el carrito de bebé”. Puede que sólo algunos de los fragmentos de ese volumen me hayan interpelado como lo hicieron las páginas de muchas novelas de maternidad. Hay miedos, hay inseguridades, hay anhelos, hay sentimientos y hay ambivalencia en Knausgard porque como miembro de un país socialmente avanzado es también un adelantado, un hombre que vivió y vive una paternidad más similar a la que algunos vivimos ya hoy en España: con una implicación sincera, disfrutando y sufriendo a partes iguales, pasando el tiempo suficiente con nuestros hijos para llegar a experimentar en nuestras carnes y nuestros cerebros (aunque sólo sea todavía de una forma muy primigenia) la ambivalencia que tan bien han narrado las madres.
Pero Knausgard, como muy bien me puntualizó Marta Orriols, apenas dedica de forma exclusiva unas 100 o 200 páginas de las más de 3.000 que componen su autobiografía a esa faceta como padre. A veces, en otros tomos, vuelve a ella, pero ya de forma residual. Es un dato significativo. También Orriols me dio la clave para explicarme una duda que me planteo desde hace tiempo: por qué siendo hombre siento que me interpela más la literatura de maternidad. “La experiencia paterna en la literatura siempre suele ser abordada con mucha grandilocuencia, como si se hablase más de la condición humana que de la propia paternidad. Hacen falta más novelas que hablen de la paternidad desde las dudas y los matices que hacen real esta experiencia, porque los escritores que abordan la experiencia no aterrizan en esas cosas pequeñas y cotidianas que siempre están presentes en las novelas de maternidad”, me respondió Orriols a una de mis preguntas.
Puede que esa sea la clave, que la literatura de paternidad no aterriza en los pequeños-grandes dramas cotidianos que son los verdaderos generadores de la ambivalencia, en esos espacios íntimos en los que se cuece la vida, en los aparentemente insignificantes momentos diarios (cambios de pañal, rabietas, lavadoras, duchas, carreras para llegar al colegio, desayunos caóticos, discusiones de pareja por quién hace esto o lo otro) que configuran la experiencia cuando uno intenta con más o menos éxito ser corresponsable como padre y también en todas esas otras facetas de la vida doméstica que cargan nuestras mochilas y acaban afectando a la crianza.
“Es sabido que las madres cargaban con más responsabilidad sobre sus espaldas, mientras que la paternidad, sagrada, protegida, pueril, no cambiaba en lo más mínimo”, escribía en 1976 Jane Lazarre. Puede que casi 45 años después la experiencia de la paternidad haya empezado a cambiarnos algo a los hombres, pero en la literatura queda claro que ese “algo” aún no es suficiente.