A las antiguas tensiones entre memoria, ficción y verdad, más sus implicancias en la construcción de ‘una’ historia, el siglo XXI añade a la controversia todo un torrente de información y noticias falsas que hacen de ésta una etapa particularmente compleja para el ser humano.
El acceso a la información y a la tecnología se ha democratizado, observa el filósofo Miguel Giusti. Pero en lugar de estar mejor informados, “pareciéramos haber sido incapaces de hacer buen uso de ese derecho y haber sucumbido a las oleadas crecientes de noticias falsas”.
A propósito de la reciente publicación de Verdad, historia y posverdad. La construcción de narrativas en las humanidades (Fondo Editorial PUCP, 2020) –libro del cual es editor–, entrevistamos al profesor Giusti, un diálogo que trasciende la dimensión académica para reflexionar sobre problemas humanos y sociales de actualidad.
“Vivimos entre extremos indeseables que tienen en común el autoritarismo y la censura”, advierte.
En el acápite ‘Decir verdades a través de mentiras’, Susana Reisz repasa la historia de una reclusa que precipitó un motín a partir de un poema autoficcionado sobre sus privaciones en prisión. Palabras más, palabras menos, el ejemplo conduce a preguntarnos sobre la relación entre la posverdad y las audiencias. ¿Qué factores hacen de las sociedades del siglo XXI colectivos ‘más vulnerables’ a las fake news y las llamadas ‘realidades alternativas’?
-Yo no estoy tan seguro de que nuestras sociedades sean hoy más vulnerables a las fake news, si con ello nos referimos a las fabulaciones engañosas o a la manipulación deliberada de los hechos. Esto ha ocurrido desde siempre en la historia, aunque en formas diversas, y ha sido así porque los seres humanos, como decían los griegos, somos esencialmente narradores, necesitamos de relatos para definirnos y para construir nuestra identidad, y dada esa naturaleza, nos adherimos a grandes relatos que están siempre vinculados a la idiosincrasia de nuestras culturas y a las relaciones de poder en que vivimos.
Por eso, precisamente, ha habido tantas “historias oficiales” que se cuestionan permanentemente a través del tiempo y se reemplazan por otras. Lo que sí es nuevo es un hecho paradójico, y es que, en esta época, en que se ha democratizado tanto el acceso a la información y a los recursos tecnológicos, en lugar de estar mejor informados, pareciéramos haber sido incapaces de hacer buen uso de ese derecho y haber sucumbido a las oleadas crecientes de noticias falsas. Los inventos tecnológicos, ya lo decía Platón, son un fármaco, lo que en griego significa que pueden ser al mismo tiempo un remedio y/o un veneno.
Pero su pregunta va precedida de un comentario sobre un pasaje del artículo de Susana Reisz, en el que ella comenta la fuerza persuasiva y motivadora que tuvo el discurso de una reclusa, pese a ser una ficción. Provocó un motín. El caso es complejo, y no podemos entrar aquí en detalles, aunque sí debemos recordar que el sentido de ese ejemplo es que una ficción o una mentira pueden producir una verdad. Eso nos sitúa en el ámbito de las relaciones entre verdad y ficción en la Literatura, relaciones que son más ricas y variadas de lo que supone el concepto de posverdad.
En el libro hay muy buenos ejemplos de esta dialéctica cambiante entre verdad y ficción. Hay quienes sostienen que la literatura es “solo” ficción, una narrativa paralela y autónoma, lo que equivale a decir que se desentiende de la verdad. Hay, de otro lado, quienes afirman, al revés, que la ficción literaria es la mejor vía de acceso a la verdad, a lo que importa a los seres humanos. Y hay, en fin, quienes relativizan los dos discursos anteriores, porque no creen que la verdad exista. No faltan argumentos a favor de una u otra posición.
En el cierre de su artículo sobre Aparicio Pomares, el hombre de la bandera, Jesús Cosamalón parece sugerir que el problema no es la ficción propiamente dicha en la construcción de ‘una’ memoria histórica, sino el no ser conscientes de su presencia. En esa misma perspectiva, ¿hay margen para considerar al fenómeno de la posverdad como un síntoma de los tiempos que deberá ser interpretado a mediano plazo, a la luz de sus consecuencias?
-Con el artículo que usted menciona ahora, de Jesús Cosamalón, pasamos de la Literatura a la Historia. Eso es lo bueno del libro que comentamos: que es una revisión del espectro que abarca el actual problema de la verdad y de sus cuestionamientos en diferentes disciplinas de las Humanidades o las Ciencias Sociales, es decir, en las disciplinas en las que usamos el concepto de verdad para referirnos a los acontecimientos humanos y a la memoria que guardamos de ellos. Por eso, en el subtítulo se habla de “La construcción de narrativas”.
Ya hemos dicho que los seres humanos somos narradores por naturaleza, en la vida cotidiana y en la vida pública, y que tendemos por eso a construir relatos, visiones comprehensivas de nuestra identidad colectiva. El caso de la Historia es seguramente el que nos puede dar más luces al respecto. Toda sociedad tiene y cultiva una memoria supuestamente común, y la transmite generacionalmente a través de cursos y ceremonias festivas. Hay, decíamos hace un momento, una historia “oficial”, que se enseña en los colegios, pero esta suele ser también motivo de cuestionamientos. Y muchas veces con razón, porque es fácil de entender que en la construcción de la memoria oficial se suelen filtrar visiones ideológicas, tradiciones discriminatorias, legitimaciones del orden establecido y muchas otras más. En la actualidad, tenemos una sensibilidad mucho más desarrollada para detectar los prejuicios naturalizados o las relaciones hegemónicas que se han impuesto sobre muchas culturas como si fuesen verdades.
Pensemos, si no, en lo difícil que ha sido y sigue siendo para nuestra sociedad, para la sociedad peruana, lograr un consenso sobre lo que ocurrió durante el conflicto armado en tiempos del terrorismo, tema que es debatido también en el libro. La CVR se llamaba precisamente Comisión de la “Verdad”. ¿Una comisión de la “verdad”, cuando parece reinar la posverdad? ¿Cuál es la “historia verdadera” sobre lo que ocurrió en esos 20 años? ¿Es tan difícil que nos pongamos de acuerdo sobre una experiencia tan reciente, que tanto nos hizo padecer?
La CVR emitió un informe de varios volúmenes, que es un relato convincente y con un mensaje ético a toda la nación, pero muchos sectores se han resistido a aceptarlo. Yo no sé cuántas personas saben que la CVR dio, en su Informe, una “definición” de lo que debería entenderse por la palabra “verdad” que da nombre a la Comisión. Recomendaría revisar esa definición porque podría darnos luces en esta conversación. Se la leo, pero le dejo luego el enlace para que se entienda en su debido contexto y para que la pueda consultar quien desee: “La CVR entiende por «verdad» el relato fidedigno, éticamente articulado, científicamente respaldado, contrastado intersubjetivamente, hilvanado en términos narrativos, afectivamente concernido y perfectible, sobre lo ocurrido en el país en los veinte años considerados por su mandato” (http://www.cverdad.org.pe/ifinal/). Haría falta quizás una entrevista entera dedicada a analizar lo que allí se dice. Se trata, como vemos, de una definición de la verdad que recoge ampliamente el debate contemporáneo sobre el que estamos hablando.
Se afirma que las redes sociales son el escenario propicio para las fake news y la posverdad, por características como la inmediatez, la avalancha de datos y el no filtro en la circulación de versiones. Carlo Ginzburg recuerda, sin embargo, que la posverdad no es un fenómeno nuevo. ¿Qué diferencia a la posverdad actual de otros procesos, como la manipulación con empleo de los medios masivos, las estrategias de distracción, las intrigas en el poder y las operaciones psicosociales?
-Ha sido para nosotros un honor, naturalmente, que el prestigioso historiador Carlo Ginzburg participe en el volumen. En realidad, fue gracias a su visita al Perú, hecha posible por el Departamento de Humanidades de la PUCP y el Istituto Italiano di Cultura de Lima, que organizamos el coloquio interdisciplinario al que se remonta el libro.
Ginzburg participa con dos artículos, uno de ellos titulado “La posverdad: un viejo asunto nuevo”, que es, como usted recuerda, una estupenda contribución sobre la antigüedad y sobre las novedades en el uso y el abuso del sentido de este equívoco concepto. Nos da muchos ejemplos de su antigüedad, entre ellos, numerosos relatos, fabulaciones, rumores, inventados con ocasión de grandes crisis o guerras a lo largo de la historia.
Pero reconoce también que hay ahora una novedad en la difusión de las fake news, debido a la omnipresencia de las nuevas tecnologías y a la velocidad y la simultaneidad con que se difunde todo tipo de información. Pero advierte que tras ello se oculta, o se pone de manifiesto, un cambio de mentalidad en la vida social y política recientes, que tiene que ver con la trivialización masiva de la cultura cívica de nuestra época.
Después de afirmar que el historiador es un observador desconfiado que desea cerciorarse mirando con sus propios ojos, ¿su sétima tesis implica admitir que, definitivamente, no existe posibilidad de ‘aprehender’ la verdad o la realidad?
-Con su pregunta, se refiere usted a una serie de “tesis” que yo mismo propongo en mi contribución en el volumen. Es bueno que hablemos de eso, porque nos desplazamos así a otro campo, el de la Filosofía (luego de la Literatura y la Historia), en el que también es muy importante, como es obvio, el problema de la verdad. Esa es otra veta del volumen: la discusión del problema de la posverdad desde un punto de vista filosófico. Lo que yo hago es pasar revista a una variada e interesante secuencia de relaciones que ha existido entre lo que llamamos “verdad” y lo que llamamos “historia”. Traigo a colación una vieja diferencia que hacían los griegos entre las disciplinas que se ocupaban de lo “universal”, es decir, del sentido de la vida (como la filosofía, o también la literatura) y las disciplinas que se ocupaban de lo “particular”, es decir, de relatar los hechos únicos e irrepetibles. “Historia”, en griego, significa literalmente “ver con los propios ojos”, ser testigo ocular de los acontecimientos.
Esa idea inicial de la historia ha variado mucho en el tiempo, hasta volverse una dimensión, ya no particular, sino más bien universal de la manera de entender el mundo. La historia, es decir, nuestra conciencia sobre la capacidad o la necesidad de estar siempre narrando nuestra vida o nuestra comprensión de nosotros mismos se ha vuelto un componente esencial de nuestra vida cultural. La lección que nos deja la filosofía es que tenemos y dependemos necesariamente de una conciencia histórica. Decía por eso Nietzsche que no existen los hechos, sino solo las interpretaciones.
En paralelo al fenómeno de las fake news, avanza en los medios sociales una tendencia a descalificar todo aquello que no se alinea con lo políticamente correcto y que, con algo de intolerancia, llega a extremos como el linchamiento en red. ¿Percibe vasos comunicantes entre ambos procesos?
-Es muy buena su pregunta, porque nos habla de la esquizofrenia de la valoración moral en la cultura contemporánea. Y del incierto futuro que nos espera. De un lado, se impone la posverdad, que es un equivalente del relativismo ético extremo, o, con más precisión, del retorno y el afianzamiento de los prejuicios tradicionalistas, raciales, supremacistas o negacionistas de todo tipo. Pero, de otro lado, se mantiene una línea dura de moralismo cultural, que juzga con severidad los rasgos de incorrección ética de autores o artistas de la antigüedad y que celebra la destrucción de estatuas de personajes famosos por haber tenido algún sesgo impropio en su momento, mientras la población mayoritaria de los países del mundo, en todos los continentes, respalda a políticos populistas, neofascistas, machistas, racistas, contrarios por completo a lo políticamente correcto.
Es un espectáculo muy extraño de conducta social bipolar. Sospecho que hay algo allí también revelador. Son como la cara y el sello de una misma moneda. El moralismo políticamente correcto y el populismo fascista descarado. Vivimos entre extremos indeseables, que tienen en común el autoritarismo y la censura.
En la reciente encíclica ‘Hermanos Todos’ del papa Francisco, el subcapítulo El fin de la conciencia histórica advierte sobre “la penetración cultural de una especie de ‘deconstruccionismo’, donde la libertad humana pretende construirlo todo desde cero”, lo cual sería lo opuesto a la idea de historia como magistra vitae que usted recuerda para Tucídides y Cicerón. ¿La libertad individual no comprende, incluso, la potestad de elegir lo que uno desea creer?
-La encíclica a la que usted se refiere es, como no podría quizás ser de otro modo, genérica y, por lo mismo, imprecisa. Usted sabe lo que decía Gramsci sobre las encíclicas: que seguramente eran redactadas con un fichero a la mano (bueno, ahora diría seguramente “con una base de datos” a la mano), para poder conectar entre sí citas de evangelistas, santos o sabios, de manera que respalden el pensamiento del papa en ejercicio, pero componiendo un tejido argumentativo de retazos de autoridad. El resultado es siempre un documento gaseoso, aunque también una forma de “narrativa” que, aunque pueda estar destinada a denunciar prejuicios o tendencias, no escapa tampoco a sus propios supuestos ideológicos.
En la cita que me menciona, y en la encíclica en general, se pueden encontrar ecos de innovación y de tradicionalismo. Cuestionar la “conciencia histórica” porque esta querría supuestamente “construir todo desde cero” es un modo de respaldar el conservadurismo de la sociedad (y de la Iglesia), que cree firmemente en la validez de ciertas tradiciones, es decir, de las narrativas hegemónicas, no en términos económicos (porque en la encíclica hay una constante crítica del consumismo) sino en términos éticos o sociales. Decir, por otro lado, que la historia debería ser “magistra vitae” (maestra de la vida) es, en el mejor de los casos, una declaración genérica de buenas intenciones, por ejemplo, un llamado a extraer las lecciones correctas de la pandemia que estamos viviendo. No obstante, quien conoce la teoría o la filosofía de la historia, sabe que esa tesis es muy discutible y lo ha sido muchas veces en la historia.
Mi impresión es que la lección debería ser al revés: que, precisamente porque nuestra libertad nos vuelve conscientes de nuestra igualdad y nuestro valor como seres humanos, es decir, porque nos hace posible imaginarnos comenzar desde cero (y no desde las narrativas tradicionalistas), podemos entonces soñar con una sociedad más justa, más equitativa, menos sometida a las historias oficiales o a los privilegios establecidos y más dispuesta a valorar nuestras diferencias y nuestras riquezas culturales.
¿Podría plantear una reflexión sobre el aporte de periódicos y libros en la construcción de la verdad y la historia, en particular en una coyuntura en que las audiencias se decantan marcadamente hacia los medios digitales?
-Lo primero que quisiera recordarle es que todos los líderes políticos populistas en el mundo, empezando por el señor Trump, todos ellos, digo, consideran a la prensa libre como su enemigo. La posverdad solo triunfa porque se aprovecha de algún reclamo popular profundo y porque trata de canalizarlo en contra de un enemigo al que culpar de esos males, y entre esos enemigos siempre está la prensa libre. Eso ocurre en Estados Unidos, pero también en Francia o en Nigeria.
La buena prensa ha seguido el rumbo de la corrección política, porque es un rumbo éticamente correcto, aunque se ha permitido disentir cuando ha llegado el momento de defender la libertad de expresión. Y cuando digo ‘la buena prensa’, no me refiero solo a la impresa, sino también al buen periodismo digital, que es polifacético y serio. Hay también, por supuesto, mucho ripio en las redes, y de muy baja calidad. También ese es un caldo de cultivo de la posverdad; quiero decir: no solo la manipulación deliberada de la información, sino simplemente la necedad. En el Perú, donde tantos oficios, incluido el periodismo, se han coludido con la corrupción y la criminalidad, ha habido algunos medios y algunos periodistas que han sabido mantener el temple y el perfil éticos en medio de la tormenta.
Tratándose de una recopilación de ponencias presentadas en un coloquio interdisciplinario, ¿cuál es el público al que se dirige el libro ‘Verdad, historia y posverdad’?
-Pensé, de inmediato, decirle que el libro se dirige “al público en general”, pero eso sería quizás ingenuo. Se dirige en realidad a quienes tengan interés en informarse sobre lo que está ocurriendo en el mundo a causa del predominio de la posverdad y a quienes se pregunten por el sentido de nuestra memoria o nuestras narrativas. No es un libro técnico, en el sentido tradicional de la palabra, es decir, uno que solo comprenderán los “especialistas”. A eso me refería: no está dirigido a especialistas, sino a las personas preocupadas por entender el caos dominante en las redes y la confusión ética de la opinión pública.
Ya dije que el libro cubre una amplia gama de cuestiones en las que se muestra la relevancia de nuestras narrativas. Además de los temas que he mencionado, se hallan allí también reflexiones muy interesantes sobre nuestra memoria musical, sobre las narrativas que encontramos en nuestras películas nacionales o en el arte popular y sobre el trasfondo de ese curioso emblema nacional que es “Marca Perú”. Creo que estamos poniendo en manos del público un sugerente material sobre los variados y sorprendentes vínculos entre la historia, la verdad y la posverdad.