El bar se encontraba lleno y Nicolás se sentó con Eduardo en un pequeño espacio al final de la barra.
– ¿Le contaste a la señora Clauss lo que pasó entre Linda y yo? –preguntó Nicolás.
– ¿Quién? –respondió Eduardo–. ¿Por qué siempre me echas la culpa?
– Porque te conozco.
Eduardo empezó a reírse.
– Eres un idiota –dijo Nicolás.
– Como Linda no te respondió, pensé que lo necesitabas. ¿Te la hiciste?
– No. Clarita nos encontró y quiso pegarme un escobazo en la cabeza.
– Esa chibola está loca –Eduardo se burló.
El celular de Nicolás empezó a sonar. Era la señora Clauss.
– ¿Le dijiste que me llame?
– ¿Es ella? –preguntó Eduardo riendo.– Juro que no dije nada.
Nicolás hizo un gesto para callarlo y salió hacia la terraza para hablar más tranquilo.
– ¿Nico? – la señora Clauss sonaba borracha.
– ¿Todo bien?
– ¿Podrías venir y manejar mi carro? He tomado un poco –dijo la señora Clauss, soltando luego una risa coqueta.
– Claro. Como nunca tengo planes –respondió Nicolás sarcástico.
– Hazme el favor. Seguro estás tomando con ese idiota de Eduardo. ¿Sabes qué me dijo? Que andabas llorando todo el día porque te dejó tu noviecita –se burló la señora Clauss.
– No hablo con Linda hace mucho tiempo. No tendría por qué.
– Entonces ven, que quiero verte.
La señora Clauss no le llamaba mucho la atención, pero pensó en lo que le había escrito a Linda en la carta; esta era su oportunidad de demostrar que había superado su pasado y de empezar a aprovechar el momento.
– Ok –respondió.
La señora Clauss le dio la dirección y este regresó a la barra.
– Tengo que irme. –dijo Nicolás.
– ¡Ya la hiciste, Nico! –dijo Eduardo riendo.
– ¿Te quedas por aquí?
– Sí. Hace rato que estoy cruzando miradas con esa flaquita de negro. –respondió Eduardo apuntando a una morena situada al otro extremo del lugar.
Cuando llegó, la señora Clauss estaba esperando en el carro y Nicolás se subió para manejar.
– Ay, Nico. Si me hubieras visto de joven. Si hubieras visto los bikinis que usaba para ir a La Herradura. Todos se rompían el cuello para mirarme cuando pasaba –dijo cuando llegaron.– ¿Me ayudas a quitarme el cinturón de seguridad?
Cuando se acercó, la señora Clauss lo jaló de la nuca y empezó a besarlo. Nicolás pudo sentir un ligero olor a vómito, pero era lo más cercano al cariño que había tenido en mucho tiempo. La señora Clauss le bajó el pantalón e intentó bajarse las mallas que llevaba bajo la falda, pero se le atoraron y terminó rompiéndolas. Luego, se subió encima de Nicolás.
– ¿Esa no es tu hija? – dijo Nicolás al ver algo moverse en la oscuridad.
– ¿Clarita? ¿Qué va a decirme? Soy su madre.
– ¿Mamá? ¿Qué haces ahí? ¿Quién es ese? – se escuchó la voz de Clarita a lo lejos.
Nicolás se sacó a la señora Clauss de encima e intentó subirse el pantalón, pero era demasiado tarde. Clarita ya había visto la escena.
– ¿Qué le haces a mi mamá?
– Nada, te lo juro. –dijo Nicolás.
– Mamá, ¿estás bien?
La señora Clauss no respondía.
– ¿Puedes decirle a Clarita que todo está bien? –preguntó Nicolás.
La señora Clauss empezó a roncar. Clarita se asomó y notó que no solo su madre yacía dormida en el asiento, sino que sus mallas estaban rotas.
– ¡Asqueroso! –gritó Clarita.– ¡Querías violarla!
– Te juro que no. Ella me llamó. Yo solo la traje a su casa y empezó a besarme. Te juro que estaba despierta. –dijo asustado.
– ¡Mentiroso!
– No puedo creerlo –pensó Nicolás.– ¿Quién se queda dormida tan rápido?
Clarita, cogiéndolo esta vez desprevenido, pudo conectarle un recto en el ojo.
– ¡No vuelvas a acercarte a nosotras! –gritó mientras corría para asistir a su madre.
Nicolás se quedó sin palabras escuchándola y con el ojo en proceso de inflamación. Clarita le insultaba tanto que este empezó a dudar de su propia inocencia, no sabía qué hacer.
Pero ella estaba bien, se repetía. Ella fue la que se me tiró encima; yo no hice nada, pensaba.
Clarita metió por fin a la señora Clauss a su casa. Nicolás miró la hora y se dio cuenta de que aún no cerraban los bares. Llegó a la barra y encontró a Eduardo solo, en el mismo lugar en donde lo dejó.
– Dos cervezas, por favor –ordenó Eduardo al verlo llegar con el ojo morado.– ¿Clarita? –preguntó.
– Sí.
– Te dije que esa muchacha estaba loca.
– Un verdadero angelito –respondió Nicolás.– ¿Qué pasó con la morena que habías visto? –preguntó.
– Creo que era lesbiana.
Pasaron las horas y se quedaron tomando, mientras Eduardo inventaba excusas sobre por qué la morena lo había rechazado.